27 de marzo de 2014

Zweig en el Gran Hotel Budapest

 
 

A Wes Anderson, por lo inclasificable de su cine, le costó cierto esfuerzo introducirse por los circuitos comerciales de este ilustre país -si, "ilústreme usted los zapatos"-, que pasaron de editar sus películas directamente en DVD a estrenarlas masivamente, desde que acertó de pleno con "Los Tennenbauns" y su consecutiva "Life Aquatic". A partir de ahí, el universo simétrico y perfeccionista de Anderson ha pasado a ser un sustancioso reclamo para quienes solemos entusiasmarnos con historias sencillas pero cuidadas, desarrolladas en un estilo narrativo que recuerda a los cuentos infantiles, y cuyos personajes suelen  deambular por un abismo de desencantos, introspección y a hablar cuando les preguntan, explorando casi por casualidad en los rasgos estoicos del individuo mediante sus particulares luchas personales que nos despiertan la misma cínica ternura que nos inspiran los grandes ídolos antihéroes, desayunados de relativismo y pastillas para la depresión.  El trabajo de Anderson denota seguridad y tranquilidad, orden frente al caos -transitorio o no- que se anuda  al destino de sus personajes.

La ambigüedad reencarnada de sus personajes mantiene la trama en aparente letargo, ligando este ritmo femenino del relato con una meticulosa y relativa capacidad para la acción en que tratan de desenvolver la frondosa madeja de frustraciones y acertadas situaciones en contra, que les mantienen en permanente estado de shock hecho a medida. Sus guiones son como electrocardiogramas de sus protagonistas que se mantienen serenos en su mundo construido a partir de aplastantes lógicas contradictorias, con sorprendentes y valerosos picos de heroicidad inconsciente, como si les chutasen azucar en sangre.

Sus historias, recaen en la responsabilidad y eficacia desmedida de un acertado reparto coral, la mayoría muy bienvenidos en cualquier terapia de grupo, o evento social de cuestionable pedigrí, cerrando filas con la prístina imaginería del director. Un universo, de reconocimiento visual instantáneo y teatrales planteamientos de difícil catalogación. No es necesario, cuando desde el primero al último minuto -créditos finales incluidos- te hacen disfrutar tanto.

Las producciones de Anderson son elegantemente planteadas, cuidadas con brillante detallismo que lejos de empachar o caer en ningún tipo de solemnidad perezosa, nos invita a relamer casi cada fotograma de la película como si de una engalanada tarta se tratase en cuyo epicentro aguarda un sugestivo, ameno e inteligente relleno. Cine artesano y vibrante que con cada título se perfecciona y define aún mas.
 
Su última y  fulgurante película "The Grand Hotel Budapest" nos invita a presenciar con casi absoluta entrega los avatares de una pequeña comunidad, extrapolable a cierta sociedad de entreguerras inspirada en algunos escritos de otro sobresaliente autor vienés, Stefan Zweig, y que refleja sin duda alguna el espíritu, la visión y el sentimiento sobre la vida, el arte, el amor, y Europa en su culminante y póstuma autobiografía "El mundo de ayer".

Brilla como un pequeño sol entre presagios de tinieblas un perfecto Ralph Fiennes, -muy alejado de sus atormentados y brutalmente dramáticos personajes habituales-, exquisito y en ocasiones voluptuoso paradigma de sentido común y amor propio, la inteligencia abstracta y emocional de los verdaderos héroes de la historia.  En el Gran hotel Budapest se representa un escenario ideal, símil de aquella Europa sumida en la sinrazón y que Anderson resume magistralmente en un par de planos-contraplanos contextualizando la guerra en el terreno de lo absurdo.
Amigo personal de Thomas Man, Freud o Strauss, Zweig, el refinado diletante de orígen judío "puramente casual" -mi gitanismo es puramente literario, escribió Lorca-, se desenvolvía con verdadera pasión entre las élites intelectuales y culturales de la época,  y a combatir desde su privilegiada posición social y sujeto a una melancolía y pesimismo de desgraciadas consecuencias, el nacionalismo, la guerra y en especial las posiciones radicales y paranoicas de una alemania convertida en desquiciada carnicería y trituradora de la libertad individual y la cultura, europea, mundial y lo que se terciase.

A Anderson no le preocupa la intriga, él desarrolla los acontecimientos con una extraña naturalidad, y objetividad aséptica, sin generar ningún tipo de intriga o suspense, -lo dejamos en magnética curiosidad-- que no duda en simplificar con cierta burla con lenguaje puramente cinematográfico; montajes precipitados, exagerados zooms y otros recursos estilísticos formales, que enriquecen y subrayan el estilo decorativo del relato.

Mención de nuevo para el  genial compositor del soundtrack, Alexandre Desplat, que vuelve a acompañar con maestría durante toda la película.

Exceptuando "Moonrise Kingdom", recuerdo la filmografía de Anderson como una de las más excitantes y atractivas propuestas desde aquella inolvidable tarde que en el modesto pero notable videoclub "Family" que hay detrás de mi casa, mis ojos descubrieron la carátula de "Academia Rushmore" (con un jovencísimoJason Schwartzman, y un redescubierto Bill Murray) que me impresionó por el diseño de propaganda bélica popera, y cuyo contenido disfruté alucinado varias veces, durante varios días. Lo que acarreó una justa y merecida multa. Dieciséis años despues, mismos esquemas, mismos planteamientos, mismos actores, pero con la energía y talento renovado con que los grandes renacen de sus propias obras. 

A D.

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