19 de marzo de 2014

Dallas buyers club


Feliz triunfadora en los oscar, dado lo escaso de sus recursos, llega con algo de retraso a nuestros cines "Dallas buyers club", una de esas películas cuyo sorprendente regusto permanece con el tiempo, pues lo atractivo del relato es que aprovecha con bastante inteligencia y talento los acontecimientos, más allá de lo anecdótico, para componer un discurso universal y redentorio. 

La atractiva interpretación de Matthew McConaughey, literalmente en la piel de un arrojado y temerario antihéroe, toca directamente la fibra, y lo hace a través de una historia real, la de Ron Woodroof (interesante apellido), quien tras ser diagnosticado con SIDA, asume la necesidad de algún cambio en su vida. Woodroof, carismático y despreciable al tiempo, reúne los clichés suficientes para que junto a su pasión por algunos de los vicios terrenales con que el individuo parece sentirse mejor y más agusto, identifiquemos al instante una persona  nauseabunda, odiosa y ciertamente arrebatadora.

La noticia de su enfermedad, la adversa y execrable reacción de su entorno y el escaso tiempo de vida que se le calcula, no convence demasiado a un ego acostumbrado a la golfería y el escapismo con mayor o menor fortuna, y empleará, pasado un tiempo de "reflexión", la misma arrolladora energía con que se iba de putas o esnifaba coca, al improvisado proyecto de erradicar la enfermedad de su vida, y por exceso, de la de algunos miles, enfrentándose a las omnipotentes esferas farmaceúticas y burocracias varias made in USA, cuya prohibición de medicamentos en principio más eficaces en dicho territorio, constituirá la base de la incansable guerra sucia de Woodroof y su progresivo y loable apego a la vida, y en ocasiones a la de los demás.

 McConaughey se esfuma de las producciones blanditas y sonrojantes -aunque sumamente rentables- a las que nos tenía acostumbrados, para mantener con impecable profesionalidad un asombroso increscendo interpretativo. Woodrof no fluye por los cauces establecidos prestándose a significar un drama humano más -cinematográfico tambien-, si no que los cubre de dinamita mientras les mira y les escupe en la cara.  Autoridades que de alguna manera sugieren  negarle el derecho a la vida tal y como él la entiende. Una actitud egoista, constructiva y violenta, que nos permite divisar con la enfermedad en los ochenta como complicado escenario, que las emociones de Woodroof no tienen tiempo ni de estornudar, alejándose en la medida de lo posible -petaca en mano- de los tópicos dominantes que dicta el morbo, centrándose en el ejercicio del cumplimiento de su propósito, sobrevivir -y sacar pasta del tema, mientras sea posible-  sin cambiar un ápice su urticante temperamento. Y el desacostumbrado y agradecido público termina haciéndole una ola, sin ningún tipo de duda.

Y es que revisitar aquellos años en que, en imparable expansión el virus y con un comunidad científica en pañales, el SIDA era un sentencie de muerte parecía no dar más de sí. Pero la inteligente vuelta de tuerca que ofrece su guión, la convierte en una de esas pequeñas grandes películas, más acorde con los tiempos, valiente en la apuesta personal de McConaughey en un papel que lo podía haber abrasado y que permiten ya el tratamiento de la enfermedad como algo contra lo que se puede y se debe seguir luchando. Su compañero de aventuras, Leto, estuvo tentado de visionar algunas de  las películas de nuestro Almodóvar como método de inspiración, pero lavarse y teñirse el pelo con mechas californianas le dejó sin tiempo material, y así  pudo ser agraciado con el trofeo de la academia por su -distante de los histrionismos recurrentes- sorprendente , tierno y sórdido trabajo.

Homenaje particular a aquel  De Niro que encabezó el arte de la caracterización traducido en kilos, y que también le granjeó su merecido reconocimiento.


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