22 de septiembre de 2011

Colgado del árbol de la vida

Decía Orson Welles que para él resultaba indispensable que un espectáculo cinematográfico o teatral tuviese la capacidad de implicar al público asistente, agitándole los ánimos hasta el punto de afirmar sentirse muy feliz si había conseguido enfadar al respetable, agitar sus conciencias, o cuanto menos, trastocar el cómodo rol de simple espectador. Transformar el alma en definitiva, como resumía en alguna secuencia Woody Allen en su inmensa "Ballas sobre Broadway"

Con "El árbol de la vida", comprobamos que esa máxima de Welles, permanece latente, y de vez en cuando, irrumpen grandiosos y generosos ejemplos en un panorama cinematográfico desolador como nunca antes. Tal vez como nunca siempre.

Tras la muerte de Stanley Kubrick, muchos pensábamos que nunca podría volver a hablarse en estos términos, pero la última cinta de Malick es una de esas obras heroicas y abrumadoras, y en las que gracias al lenguaje cinematográfico, lo complejo se ablanda y lo sencillo se vuelve poesía, lirismo en estado puro que deja un extraño sabor a belleza sin abusar de maniqueísmos ni de los rosados estándares posmodernos que se empeñan en convertir el mal llamado género dramático en una braga de saldo.

Malick recapitula en lo que tiene toda la pinta de ser una obra autobiográfica diseccionando los recuerdos de un individuo derrotado psicológicamente,  evocando en su infancia un gran refugio, el de la verdad del principio existencial, y construye a partir de la pérdida de un ser querido y de la eterna complicada relación con el padre, un monumental collage de sensaciones, inquietudes y acontecimientos que van más allá de lo teológico, incluso de lo filosófico -aspectos en los que incide ampliamente-, para adentrarse por la brecha del alma en el orígen mismo del universo, de la vida, la evolución y  la moldeabilidad de la sustancia humana.

Un paralelismo constante en toda la película, que nos permite a través de imágenes casi plásticas y magistralmente yuxtapuestas, asomarnos a los confines del espacio y del tiempo, a ser testigos de la milimétrica precisión del azar, brutal desencadenante de todo lo humano y trascendental.  Lo natural y lo divino.

En sus más de dos imponentes horas, la película no se anda por las tibias ramas del nihilismo cool, ni nos bombardea con cañonazos de neurosis barata, cosa que se agradece, si no que hunde sus manos en las entrañas mismas de nuestra psique, buscando certero la luz entre las sombras, el inconsciente propio y colectivo, con algo que contarnos. Con algo que ofrecernos. Algo de de gran valor y que es constante y minuciosamente olvidado.  Enfrente, la sobrealimentada y próspera gallina con sus dos tetas hermanas: frivolidad y estupidez. ¿Verdad señores publicistas?

Incluso para aquellos que como un incesante y molesto goteo abandonaban la sala, asustados, aturdidos o decepcionados, -quiero pensar lo primero-,  la película podría haber tenido su importancia, aunque solo hubiese sido por el soundtrack.

Según uno de sus protagonistas en rueda de prensa, comentó que el resultado no hace honor al guión. Muy probablemente tenga razón, pero como desconocedor del guión original y como espectador, puedo decir ciertamente más que satisfecho, de haber quedado tras la proyección feliz y noqueado en proporciones extraordinarias.

Emocionante, conmovedor y lúcido viaje a un lugar todavía desconocido y sobrecogedor. Tanto que acojona solo pensarlo.


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